Por: Daniel Alejandro Escobar Celis
Cuando era niño el
espacio en el que jugábamos pelota y volábamos papagayo estaba rodeado de
arboles, de entre los cuales yo tenía mi predilecto. En ese entonces me
encantaba trepar por su tronco hasta lo más alto de sus ramas y así observar a
los demás niños corretear tras el balón. Durante la temporada me entretenía
bajando sus frutos y comiéndolos acostado en uno de sus brazos. Lo hacía cada
tarde hasta que escuchaba a mi madre gritar mi nombre.
Bajo la sombra de sus
hojas realice incontables travesías y descubrí innumerables mundos e historias,
tras paginas y mas paginas de lecturas. Nada más gratificante que sentir la
suave brisa de la tarde recostado en su tronco y degustando el placer de un
buen libro.
Fue bajo ese árbol que
un día luego de salir del colegio di mi primer beso. Y muchos años después fue
bajo ese mismo árbol que te paseaba y me sentaba contigo a darte de comer.
Estabas muy pequeño y
es imposible que lo recuerdes. Pero yo me sentaba contigo durante largo rato a
hablarte mientras aun se veían niños jugar alrededor. Te vislumbraba jugando
con ellos y en las temporadas trepando entre su tronco y entreteniéndote en lo
alto de sus ramas hasta que tu madre y yo te llamásemos. Sin embargo, ha pasado
un tiempo desde que dejaron de jugar en aquel lugar.
Ahora que voy contigo
a la escuela y paso por aquí, no puedo sentir sino nostalgia y tristeza. Es
inevitable que lo haga, al contemplar el pavimento gris calentarse al calor del
sol en medio de lo que debería ser la temporada. Ya no hay mas terrenos verdes
ni arboles, solo asfalto, concreto y paredes. Poco se ha salvado del inclemente
paso del tiempo.
Ahora recuerdo bien la
razón por la que me gustaba tanto salir de mi casa a este lugar. Ahora recuerdo
cuanto detestaba aquel patio marrón y gris carente de vida y lo mucho que amaba
el verdor que tenia este lugar. Ya no hay mucho que pueda hacer por él, ni por
otros similares. No obstante he tomado una decisión.
Tomare un pico y una
pala y mañana plantaremos un árbol.
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