Por: Daniel Alejandro Escobar Celis
Susana
esperaba, con su larga cabellera negra, a que los rayos cobrizos del astro rey
se ocultaran tras las siluetas de las casas de la barriada.
Avanzadas
las horas, un oscuro manto azul con unas pocas y titilantes incrustaciones
diamantinas cubrió el firmamento. Un brillo espectral se colaba entre los
barrotes de un mausoleo, semejante a una casa colonial, posándose en placas
marmoleas apenas visibles por la maleza. Susana deambulaba entre los
laberínticos pasadizos rodeados de lápidas, cruces y esculturas derruidas con
plantas gramíneas que llegaban hasta su cintura. Con voz quejumbrosa se la
podía escuchar:
¾ ¡Háblame, rompé el silencio! ¿No
ves que me estoy muriendo?... ¡Qué cosas
que tiene el destino! Será mi camino sufrir y penar…
***
¾ ¡Hasta aquí los acompaño! ¾Dijo Claudia mientras temblaba y miraba a uno y otro
lado nerviosamente.
¾ ¡No seas tonta, peor es que te
quedes sola en medio de la calle! ¾ Le replicó Julián con tono burlón.
¾ ¡No te preocupes mi amor, yo te
protejo! ¾Finalizó un confiado Miguel rodeándola
con su brazo.
En
medio de una pared blanca se encontraba una puerta sin rejas, a través de la
cual entraron los tres jóvenes iluminados por sus linternas de mano. Una suave
y gélida brisa soplaba erizando los vellos de la piel. El silencio era tan profundo
que podía escucharse con claridad cada paso y respiración de los jóvenes, en
especial la agitada inhalación y exhalación de la chica.
¾ ¿Y si nos sale la Sayona? ¾Preguntó Claudia mientras se aferraba a Miguel.
¾ Jajaja ¾soltó Julián
una gran carcajada¾ ¡No seas tonta mujer!, ¿en donde
crees que estamos?, aquí no sale la Sayona.
¡No
te burles de mí!, yo no sé nada de fantasmas ni ese tipo de cosas, pero no
quiero ver nada de eso ¾dijo con voz llorosa Claudia
mientras se aferraba con más fuerza a un Miguel que intentaba en vano contener
la risa.
Julián
se dedicó a tomar fotos a medida que iban caminando entre los mausoleos de
concreto, de piedras graníticas, de mármoles negros, blancos y rojizos en los
que podían leerse fechas que abarcaban cerca de un siglo. A unos cuantos
cientos de metros una hilera de casas, algunas de ellas con luces encendidas,
daban una extraña delimitación a aquel campo santo. “¿Qué se sentiría vivir al
lado de un cementerio?” se preguntaba un tranquilo Miguel que parecía disfrutar
su papel de protector de Claudia.
De pronto, un canto quejumbroso rompió
el silencio de la noche dejando petrificados a los tres jóvenes. A medida que
este canto se les aproximaba se miraban unos a los otros sin pestañar ni poder
emitir siquiera una palabra. La tensión se incrementó al punto que Miguel no
aguantó más echando a correr.
¾ ¡Miguel, Miguel, no me dejes! ¡Desgraciado cobarde! ¾Gritaba Claudia con vos desafinada, de rodillas en el
suelo mientras por sus mejillas brotaban lágrimas sin parar y su cuerpo
temblaba sin control.
¾ Jaja. ¡El muy gallina dejó el
pelero! No te preocupes, que debe ser solo una bromista ¾dijo un Julián con voz entrecortada que apenas podía
sostener la cámara y la linterna con sus manos temblorosas.
Frente
a ellos una chica de túnica blanca y larga cabellera negra hizo su aparición.
Perplejos, Claudia y Julián contemplaron la mirada vacía y los ojos negros,
cual pozo sin fondo, en medio del rostro pálido y sin vida de aquella
aparición. Las caras de ambos empalidecieron al tiempo que sus ojos abiertos de
par en par contemplaban aquel espectáculo sin pestañear. Aquella mujer de
túnica blanca abrió sus brazos como buscando un abrazo dirigiéndose a Julián
justo antes de decir:
¾ ¡Mi amado, por cuánto tiempo te he
esperado! ¡Ven conmigo! ¡Acompáñame en una nueva vida!
Inmediatamente
se escucharon un par de gritos desgarradores y ambos jóvenes escaparon
despavoridos de aquel lugar. La linterna de uno de ellos se cayó, posándose
sobre una vieja lápida negruzca y descolorida, en la cual se podía leer la
inscripción: “Susana Ortega 11-11-1936 al 23-05-1960”.
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