Por: Daniel Alejandro Escobar Celis
Un rugido
escalofriante acompañado de un golpe seco y crujidos como de ramas rompiéndose
atravesaron las calles. Finalmente, el ambiente grisáceo fue teñido por un
charco rojo.
***
En perfecto orden
matricial se yerguen imponentes los árboles de concreto con sus ramas desnudas.
Aquella densa y tétrica selva monocromática exhala el oxígeno vital que purifica
el neblinoso y enrarecido aire. A su entrada, en una roca yace la huella
rectangular de una placa inexistente. Y bajo ella, el altorrelieve de una
tupida selva llena de vida. En ese lugar desprovisto de los colores y sonidos
naturales de otros tiempos, ahora reinaba el incesante golpeteo y rechinar de
las máquinas.
Un silbido agudo
retumbó a través de las paredes tubulares, esparciéndose en todas direcciones.
Inmediatamente se abrió una puerta en la base de cada árbol. De ellas salieron
hombres con sus mascarillas, cuales aguas que se esparraman al ser abiertas las
compuertas de una represa. Largas hileras de autobuses se estacionaron dejando
salir sus propias cargas humanas. Sólo
para poco después recibir otras nuevas.
Brixon contempla la
desolación circundante a través de la ventana mientras se aleja de la imponente
selva gris. En la dirección contraria las siluetas de edificios se van
acercando. Lentamente comienzan a atravesar las vías iluminadas por algunos
faros dispersos y por torres de metal semejantes a hongos gigantes coronados
por enérgicos rayos.
Una y otra vez el
autobús se detiene dejando a sus pasajeros. Así llega el turno de Brixon. Al
bajarse contempla la colina con sus zigzagueantes calles y recubierta por casas
de diversas formas, tamaños y tonalidades de grises. Antes de proseguir revisa
en su bolso. La expresión en su rostro da cuenta de su molestia.
En esa misma mañana
antes de ir a trabajar Brixon se abría paso entre el tumulto de gente. La
cacofonía de gritos de comerciantes y compradores dificultaba la comunicación.
A duras penas podía negociar con el vendedor de masa. Por un momento pensó en
quitarse la mascarilla para hacerse entender mejor, pero la atmósfera
nauseabunda le hizo cambiar de parecer.
El vendedor fue
tajante y su máscara matizaba con mayor oscuridad el tono de su voz.
¾ Son
veinte monedas de plata por las dos bolsas o no llevas nada.
Brixon sabía que el precio debería ser de
solo dos monedas por ambas, pero no tenía más oportunidad para llevar algo de
comida a su hogar por lo que aceptó a regañadientes.
Ahora él, contemplaba
su bolso vacío, a excepción de las cinco monedas salvadas por llevarlas siempre
consigo. Respiró con resignación continuando su travesía a través de las
laberínticas y desoladas calles. Ninguna voz humana ni sonido animal
perturbaban el silencio de aquella noche. Brixon caminaba con rapidez
observando nerviosamente sus alrededores. Era como si quisiera llegar a su
destino lo antes posible previniendo la aparición de algo maligno.
De entre la bruma de
la noche una sombra pasó a su lado. Él se estremeció, cambiando de camino. En
los segundos siguientes pensó que era su imaginación, prosiguiendo con mayor
calma. Sólo un par de pasos después quedó petrificado ante un ente humanoide de
dos metros de alto. Sus ojos rojos y su rostro deforme desprendían ira, de su
boca brotaban dientes puntiagudos, su cuerpo era fornido y sus manos estaban
provistas de grandes garras. Aquel ser le hablo con voz gutural:
¾ Plata,
dame toda tu plata.
Con las manos temblorosas Brixon le dio las
cinco monedas. Aquel homínido las devoró enseguida.
¾ Más, dame
más.
La voz quebrantada
de Brixon pronunció sus últimas palabras.
¾ Lo siento,
no tengo más.
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